F.A. Hayek
Últimamente el salto de pértiga ha pasado a ser noticia y -simultáneamente- deporte de supervivencia. Por un “vaya usté a saber por qué” artimaña del azar sociopolítico, ciertos saltos desde el trampolín de la pobreza se han convertido en una atractiva algarabía mediática. Antes era sólo un murmullo que los esquivos oídos occidentales no querían oír. Desde hace unos meses no se escucha otra cosa.
Hasta que esas piltrafas humanas -negras, enganchadas en espinos- han despertado nuestras conciencias, no hemos llorado en nuestras butacas. Han tenido que pasar años de desidia oficial y oscurantismo para que nos diésemos cuenta del furor de sus sueños, de lo desgarrador de la vida en esos países y de los deseos de vida del Sur, que efectivamente, también existe. A ese mismo territorio nos quisieron confinar, hasta hace bien poco, nuestros queridos hermanos europeos.
Parece mentira que la última frontera que separa a esos seres humanos de sus quimeras sea de fiero y lacerante acero. Que nuestras almas no hayan dado nunca un brinco con los gritos y desgarros de su carne. Al menos, con ese molesto aullido de piedad, nuestras conciencias dejaron –tan sólo por una vez- de bostezar en los telediarios.
A los africanos no sólo les estamos arrancando a pedazos la piel con nuestros alambres de espinos, los mismos que delimitan los movimientos del ganado; les estamos cercando algo aún más importante: sus sueños.
Y es que en este latifundio de la opulencia mal entendida, tan sólo los que no morimos de hambre tenemos derecho a soñar con un mundo mejor.
Madrid, 29 de noviembre de 2005
A Paula Bersabé
“El futuro nos tortura y el pasado nos encadena. He ahí
porque se nos escapa el presente”. Gustave Flaubert.
¿Es posible que no te haya
visto pasar, joven hermano,
embelesado como estaba
en los trayectos de tu reino?
Me apoyé en tu espina dorsal
pero tu resbalada espalda
y tu látigo cadencioso
destrozaron mi frente al caer.
“Quien codicie luz del mañana
ha de acorralar los fantasmas
de su inquebrantable pasado”...
Yo los tapié -los amurallé-
con viejos mármoles de dolor.
Y paseaste a mi lado
como un viajero jocoso.
Fuiste después al encuentro
de otras deliciosas carroñas
iluminando sus dominios,
como un demonio disperso.
Quizá fuese entonces cuando
hubiera sabido encontrar el
lugar verdadero en que habitas.
© Bernardo Bersabé
Madrid, 21 de noviembre de 2005
Respetábamos entonces los límites imprecisos de toda frontera: esa línea cercada entre lo imposible, lo anhelado y lo evidente. A partir de ese instante comenzamos a vulnerarla con respeto de amantes cumplidores en su lujurioso afán semanal.
Quienes escribimos somos dueños de un limitado mundo propio al que damos vueltas. Somos habitantes de una casa solariega en la que de vez en cuando se produce el desprendimiento de un tabique, se celebra un banquete de bodas en el jardín o ciertas goteras comienzan a hacerse visibles para las visitas.
Las causas por las que alguien decide cambiar ese domicilio son tan indescifrables como el camino del éxito, esa ramera con poco trabajo que abre o cierra sus piernas a capricho y no precisamente cuando el fuego del cuerpo precisa de sus servicios.
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"Quienes nos dedicamos a la escritura somos sospechosos de dedicarnos a lo que queremos, pues suele identificarse la actividad literaria con un acto libérrimo de la voluntad, y puede que sea así, al menos en parte, porque estaría por ver hasta qué punto esa libre voluntad no se corresponde con una ínfima y secretísima esclavitud: la necesidad de edificar un castillo confortable en el que poder hospedar a ese fantasma que es uno mismo ante sí mismo cuando se queda a solas con sus fantasmagorías.
Y en eso estamos".
Tenías dulce la pupila al mirarme,
de tu afilada boca brotaban palomas.
Mi mano fría tentaba en la niebla
y apareció tu lámpara encendida,
aquella tarde inmensa.
© Bernardo Bersabé
Salou, 26 de septiembre de 2005
"Para escribir poesía hay que abrirse al mundo, hay que leer. Hay que atreverse a matar un mal verso para parir un buen poema" Paul Valery.
Esculpimos allí,
con música y ascuas,
la noche –bloque de mármol-
entre caricias.
Me conmueve el recuerdo
de tu lenta piel blanca,
tu mano abandonada en mi mano,
el plomo de tus ojos atados,
la dispersa claridad de nuestras voces.
Hoy siguen allí las olas del tiempo,
aquel galeón sin amarras,
y más allá -escrito en el agua-
el recuerdo de tu arena malvada,
de tu lengua de sótano buscando
la ceniza de mis piernas.
© Bernardo Bersabé
Madrid, 18 de octubre de 2005
..como quienes pelean en la guerra para
no matar, y a la vez, mantenerse vivos.
A Juan Pedro Sanmartín
Era el tuyo un rincón de olvido,
viejo olmo centenario,
hoy abatido y muerto.
Nada evitó -Gran Capitán-
tu golpe de acero
al caer desplomado.
Dos siglos de pueblo y pólvora,
y tanta dureza acumulada
en tu vestidura podrida.
Hambre y dolor escondías
bajo aquel cuerpo de leña.
Tu sueño inerte soporta ahora
la indolencia de cuantos pasan.
Quizá queden, en el hueco
que dejas –ya tiradas-
algunas lágrimas grabadas,
y -a qué mentir- alguna bala.
En ti ya no sonará la cigarra,
ni aquella canción de verbena,
mitad metal, mitad madera.
Tú, que guardabas en tus manos
amputadas un alfabeto de truenos,
escuchas hoy la sorda voz
de la indiferencia humana.
Que no sea en balde
tu excavada muerte,
árbol de rugosa ternura.
Y que las flores de la vida,
que no te tocaban, caigan
en el foso que abandonas.
© Bernardo Bersabé
Madrid, 3 de noviembre de 2005
Llegas a la isla inmóvil de la noche
con sílabas templadas en la lengua
-ardientes estrellas, orillas arrogantes,
alhajas de papel dormidas-
regalos aún por abrir en tu boca.
En la mañana querrás reunirlas todas,
pero desconoces aún cómo encontrar
la entrada de esa cueva inhóspita
-voz confusa- donde las palabras
se agotan en su propio galope traidor.
Ajena a sus carceleros,
condenada por el ego de un juez,
con sus pechos de diosa,
tu mano muerta.
El camino del desamparo
-incierta voz de viento-
te condujo hasta ellas,
y van disipándose sin apenas infierno.
Inapelable condena,
a veces el destino de tus emociones
no se aviene al azote fértil del ingenio
y queda –como gota temblando-
muerto en un cofre perdido,
sintiendo el frío atroz de la indolencia,
esa sustancia imperfecta.
© Bernardo Bersabé
Madrid, 26 de octubre de 2005
Palabras blandas,
alteráis con vuestra niebla
el silencio valeroso.
Palabras de aparente sabiduría,
iluminadas con timidez
por un fulgor breve.
Palabras rumor
-la alta voz de los presos-
plegada bandera transparente.
Palabras cáncer terminal,
sobrevivís cauterizadas
por el fuego del rigor.
Palabras literatura
-arte enmudecido-
encerradas en vuestra propia virtud.
Palabras filtro,
diccionarios cadavéricos
de la metáfora.
Palabras altivas:
único, zanjado, perfecto...
implorando sabidurías solemnes.
Palabras piedra
-la vanidad del estilo-
inmóviles en una cordillera.
Palabras limón,
en cuyas rugosidades
se esconde la verdad.
Palabras lectura en silencio,
síntoma venturoso
de discreción tácita.
Palabras destinadas al fracaso
-intolerancia, maldad, soldado-
harina de áspero trigo.
Palabras políticas,
que escondéis dulcemente
vuestras garras de ladrón.
Palabras flor de plástico,
tan útiles e inalterables,
tan reflejo del mundo de hoy.
“Palabras de amor”,
tantas veces ocultas
tras las cancelas del usufructo.
Palabras paz,
combatís desnudas, en el fortín
de la libertad desterrada.
Palabras libres
que no sois sonido,
sino experiencia.
Palabras esenciales,
cabríais todas en una
barra de incienso.
Palabras que sois arte
y sois también vida,
pertenecéis a un mundo
-subordinado de la excelencia-
que profetiza vuestra muerte
y, absorto en su cortejo provechoso,
trata de enamoraros olvidando
el delicado valor de lo imperfecto.
© Bernardo Bersabé
Madrid, 28 de octubre de 2005
Heridas de la luz,
caminos lentos por donde
anduvieron nuestros cuerpos.
Un deseo que creció bajo los ojos
de cualquier madrugada.
Allí siguen los objetos
que oyeron el sonido
de la lujuria en la penumbra,
el ancho lecho en que
ardieron los astros,
los minutos que se fueron
cayendo de tus manos.
Después, las calles
se olvidaron de los ecos.
© Bernardo Bersabé
Madrid, 15 de septiembre de 2005