martes, enero 23, 2007

EL PESO DE VIVIR

Cerró la puerta y dejó la llave donde siempre. Estaba segura de que se alejaba de allí para no volver. Dejaba atrás todo cuanto había supuesto un atisbo de felicidad, a pesar de los dolores y las noches en blanco. Partió sin más, observada tan sólo por el movimiento de las hojas. Cualquier gesto de calor la hubiera vuelto a encadenar al presente. Sin embargo, había vivido cuanto había soñado y apenas le quedaban dudas (las preguntas ya habían sido contestadas hacía mucho tiempo).
No hubiese querido escapar, pero apenas le quedaba fuego por vivir. Como un ladrón sin tacto, el tiempo se llevó sólo los buenos momentos; ayer su lumbre le ardió en la espalda. Hoy la niebla y el silencio envolvían un pasado que –en forma de ser informe- corría tras ella para engullirla. Hizo así el solemne juramento de olvidar todo aquello.
El pasado había sido una huella templada, un recuerdo en la cabeza de un ser invadido de agonía y placer. Aún así, tenía la ingenua esperanza de que alguna vez se la recordara. A ella, sus diversos nombres, su existencia, sus manos temblorosas. Sabía que serían muy pocos los que la nombrarían, y que terminaría por caer en el olvido.
¿Hasta cuándo seguirá sangrándome la vida?
Intuyó el final como un vago delirio. Su existencia quedó reflejada en la pared musicalmente, como un pentagrama de sangre. Sus sonrisas, convertidas en un ambiguo secreto. Las palabras, grabadas en las piedras del jardín.
Encorvada pero segura de sí misma -ahora poderosa, más allá del dolor- siguió avanzando por la calle vacía. Unos pasos más allá se transformó en sombra y empezó a sentir en su cuerpo -ajeno ahora a su invisible huir- el agradable peso de la vida.